domingo, 15 de noviembre de 2015

XXXIII Domingo Ordinario B (15-11-2015)

La Palabra

En aquellos días, después de esa tribulación el sol se oscurecerá, la luna no irradiará su resplandor, las estrellas caerán del cielo y los ejércitos celestes temblarán. Entonces verán llegar al Hijo del Hombre entre nubes, con gran poder y gloria. Y enviará a los ángeles para reunir a [sus] elegidos desde los cuatros vientos, de un extremo de la tierra a un extremo del cielo. Aprended del ejemplo de la higuera: cuando las ramas se ablandan y brotan las hojas, sabéis que está cerca la primavera. Lo mismo vosotros, cuando veáis suceder aquello, sabed que el fin está cerca, a las puertas. Os aseguro que no pasará esta generación antes de que suceda todo eso. Cielo y tierra pasarán, más mis palabras no pasarán. En cuanto al día y la hora, no los conoce nadie, ni los ángeles en el cielo, ni el hijo; sólo los conoce el Padre.
Marcos 13, 24-32

El Comentario

“En cuanto al día y la hora...”

A todos nos llegará nuestra hora, el momento en el que tendremos que dar razones de nuestra fe, lo que hacemos, decimos, pensamos…
Muchas veces vivimos de cualquier manera, sin darle ninguna importancia a lo que hacemos cada día, eso no tiene porqué se malo, ya que de una forma inconsciente seguramente hagamos bien las cosas, pero también es importante  tomar conciencia de las cosas, y ver lo que hacemos bien y lo que hacemos mal. En muchas ocasiones el Señor nos está hablando, en ocasiones a través de su Palabra (“mis palabras no pasarán”), pero la mayoría de las veces por medio de señales, señales que ocurren cada día, pero si no nos paramos a pensar sobre ello nunca lo veremos.
Estemos pues atentos a los que nos rodean, a sus necesidades, a lo que nos dicen, a lo que vemos en la calle cada día…

Año de la Misericordia

“Eterna es su misericordia”: es el estribillo que acompaña cada verso del Salmo 136 mientras se narra la historia de la revelación de Dios. En razón de la misericordia, todas las vicisitudes del Antiguo Testamento están cargadas de un profundo valor salvífico. La misericordia hace de la historia de Dios con su pueblo una historia de salvación. Repetir continuamente “Eterna es su misericordia”, como lo hace el Salmo, parece un intento por romper el círculo del espacio y del tiempo para introducirlo todo en el misterio eterno del amor. Es como si se quisiera decir que no solo en la historia, sino por toda la eternidad el hombre estará siempre bajo la mirada misericordiosa del Padre. No es casual que el pueblo de Israel haya querido integrar este Salmo, el grande hallel como es conocido, en las fiestas litúrgicas más importantes.
Antes de la Pasión Jesús oró con este Salmo de la misericordia. Lo atestigua el evangelista Mateo cuando dice que « después de haber cantado el himno » (26,30), Jesús con sus discípulos salieron hacia el Monte de los Olivos. Mientras instituía la Eucaristía, como memorial perenne de su él y de su Pascua, puso simbólicamente este acto supremo de la Revelación a la luz de la misericordia. En este mismo horizonte de la misericordia, Jesús vivió su pasión y muerte, consciente del gran misterio del amor de Dios que se habría de cumplir en la cruz. Saber que Jesús mismo hizo oración con este Salmo, lo hace para nosotros los cristianos aún más importante y nos compromete a incorporar este estribillo en nuestra oración de alabanza cotidiana: “Eterna es su misericordia”.
(cf. Misericordiae Vultus n. 7)

Salmos capítulo 136

Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.
Dad gracias al Dios de los dioses, porque es eterna su misericordia.
Dad gracias al Señor de señores, porque es eterna su misericordia.
Al único que hace grandes maravillas, porque es eterna su misericordia.
Al que hizo el cielo con maestría, porque es eterna su misericordia.
Al que forjó la tierra sobre las aguas, porque es eterna su misericordia.
Al que hizo las grandes lumbreras, porque es eterna su misericordia.
El sol, gobernador del día, porque es eterna su misericordia.
La luna y estrellas, gobernadoras de la noche, porque es eterna su misericordia.
Al que hirió a los primogénitos egipcios, porque es eterna su misericordia.
Y sacó Israel de en medio de ellos, porque es eterna su misericordia.
Con mano fuerte, con brazo extendido, porque es eterna su misericordia.
Al que descuartizó el Mar Rojo, porque es eterna su misericordia.
E hizo pasar por en medio a Israel, porque es eterna su misericordia.
Y arrojó al Faraón con su ejército en el mar, porque es eterna su misericordia.
Al que condujo a su pueblo por el desierto, porque es eterna su misericordia.
Al que hirió a reyes poderosos, porque es eterna su misericordia.
Y dio muerte a reyes famosos, porque es eterna su misericordia.
A Sijón, rey amorreo, porque es eterna su misericordia.
Y a Og, rey de Basán, porque es eterna su misericordia.
Y entregó su tierra en heredad, porque es eterna su misericordia.
En heredad a Israel su siervo, porque es eterna su misericordia.
Que en nuestra humillación se acordó de nosotros, porque es eterna su misericordia.
Y nos libró de nuestros opresores, porque es eterna su misericordia.
Él da alimento a todo viviente, porque es eterna su misericordia.
Dad gracias al Dios del cielo, porque es eterna su misericordia.

Una Mirada desde Roma

Que la convivialidad familiar crezca en el tiempo de gracia del Jubileo

Hoy reflexionaremos sobre una cualidad característica de la vida familiar que se aprende desde los primeros años de vida: la convivialidad, es decir, la actitud de compartir los bienes de la vida y ser felices de poderlo hacer. ¡Pero compartir y saber compartir es una virtud preciosa! Su símbolo, su “ícono”, es la familia reunida alrededor de la mesa doméstica. El compartir los alimentos – y por lo tanto, además de los alimentos, también los afectos, los cuentos, los eventos… - es una experiencia fundamental. Cuando hay una fiesta, un cumpleaños, un aniversario, nos reunimos alrededor de la mesa. En algunas culturas es habitual hacerlo también por el luto, para estar cercanos de quien se encuentra en el dolor por la pérdida de un familiar.
La convivialidad es un termómetro seguro para medir la salud de las relaciones: si en la familia hay algo que no está bien, o alguna herida escondida, en la mesa se percibe enseguida. Una familia que no come casi nunca juntos, o en cuya mesa no se habla pero se ve la televisión, o el smartphone, es una familia “poco familia”. Cuando los hijos en la mesa están pegados a la computadora, al móvil, y no se escuchan entre ellos, esto no es familia, es un jubilado.
El Cristianismo tiene una especial vocación por la convivialidad, todos lo saben. El Señor Jesús enseñaba frecuentemente en la mesa, y representaba algunas veces el Reino de Dios como un banquete gozoso. Jesús escogió la comida también para entregar a sus discípulos su testamento espiritual – lo hizo en la cena – condensado en el gesto memorial de su Sacrificio: donación de su Cuerpo y de su Sangre como Alimento y Bebida de salvación, que nutren el amor verdadero y duradero.
En esta perspectiva, podemos bien decir que la familia es “de casa” a la Misa, propio porque lleva a la Eucaristía la propia experiencia de convivencia y la abre a la gracia de una convivialidad universal, del amor de Dios por el mundo. Participando en la Eucaristía, la familia es purificada de la tentación de cerrarse en sí misma, fortalecida en el amor y en la fidelidad, y extiende los confines de su propia fraternidad según el corazón de Cristo.
En nuestro tiempo, marcado por tantas cerrazones y tantos muros, la convivialidad, generada por la familia y dilatada en la Eucaristía, se convierte en una oportunidad crucial. La Eucaristía y la familia nutridas por ella pueden vencer las cerrazones y construir puentes de acogida y de caridad. Sí, la Eucaristía de una Iglesia de familias, capaces de restituir a la comunidad la levadura dinámica de la convivialidad y de hospitalidad recíproca, es una ¡escuela de inclusión humana que no teme confrontaciones! No existen pequeños, huérfanos, débiles, indefensos, heridos y desilusionados, desesperados y abandonados, que la convivialidad eucarística de las familias no pueda nutrir, restaurar, proteger y hospedar.
La memoria de las virtudes familiares nos ayuda a entender. Nosotros mismos hemos conocido, y todavía conocemos, que milagros pueden suceder cuando una madre tiene una mirada de atención, servicio y cuidado por los hijos ajenos, además de los propios. ¡Hasta ayer, bastaba una mamá para todos los niños del patio! Y además: sabemos bien la fuerza que adquiere un pueblo cuyos padres están preparados para movilizarse para proteger a sus hijos de todos, porque consideran a los hijos un bien indivisible, que son felices y orgullosos de proteger.
Hoy muchos contextos sociales ponen obstáculos a la convivialidad familiar. Es verdad, hoy no es fácil. Debemos encontrar el modo de recuperarla; en la mesa se habla, en la mesa se escucha. Nada de silencio, ese silencio que no es el silencio de las religiosas, es el silencio del egoísmo: cada uno tiene lo suyo, o la televisión o el ordenador… y no se habla. No, nada de silencio. Recuperar esta convivialidad familiar aunque sea adaptándola a los tiempos. La convivialidad parece que se ha convertido en una cosa que se compra y se vende, pero así es otra cosa. Y la nutrición no es siempre el símbolo de un justo compartir de los bienes, capaz de alcanzar a quien no tiene ni pan ni afectos. En los Países ricos somos estimulados a gastar en una nutrición excesiva, y luego lo hacemos de nuevo para remediar el exceso. Y este “negocio” insensato desvía nuestra atención del hambre verdadera, del cuerpo y del alma. Cuando no hay convivialidad hay egoísmo, cada uno piensa en sí mismo. Es tanto así, que la publicidad la ha reducido a un deseo de galletas y dulces. Mientras tanto, muchos hermanos y hermanas se quedan fuera de la mesa. ¡Es un poco vergonzoso! ¿No?
Miremos el misterio del Banquete eucarístico. El Señor entrega su Cuerpo y derrama su Sangre por todos. De verdad no existe división que pueda resistir a este Sacrificio de comunión; solo la actitud de falsedad, de complicidad con el mal puede excluir de ello. Cualquier otra distancia no puede resistir a la potencia indefensa de este pan partido y de este vino derramado, Sacramento del único Cuerpo del Señor. La alianza viva y vital de las familias cristianas, que precede, sostiene y abraza en el dinamismo de su hospitalidad las fatigas y las alegrías cotidianas, coopera con la gracia de la Eucaristía, que es capaz de crear comunión siempre nueva con la fuerza que incluye y que salva.
La familia cristiana mostrará así, la amplitud de su verdadero horizonte, que es el horizonte de la Iglesia Madre de todos los hombres, de todos los abandonados y de los excluidos, en todos los pueblos. Oremos para que esta convivialidad familiar pueda crecer y madurar en el tiempo de gracia del próximo Jubileo de la Misericordia. Gracias.
(Audiencia General del miércoles 11 de noviembre de 2015)

En la Red

¿Qué es un Santo? (y 2)

aquella abandonada que se sintió rescatada,
aquel que perdió el esquema de perfección para pasarse al del amor,
aquella que siendo jueza de todos perdió por la ternura del juicio del Amor,
aquel criticón amargado dueño del mundo que antes de morir pidió perdón,
aquella monja que dejó de maltratar a sus hermanas,
aquel cura que abandonó el infierno de la Ley por el cielo de la fraternidad,
aquella niña que despertaba cada mañana besando a sus padres,
aquel descarriado que se subió al carro del sentido que regaló una mirada honesta,
aquella abuela que después de darlo todo siguió sonriendo y jugando,
aquel perdonado que se animó a perdonar,
aquella infiel que se dejó restaurar por el Fiel,
aquel hijo de puta que lloró sin parar cuando vio su error,
aquella que educó con el ejemplo del único Maestro de su vida,
aquel joven que se pregunta si el ciento por uno es para él,
aquella incrédula que creyó porque se fiaron de ella por primera vez,
aquel que confió más en Dios actuando en la historia que en su idea de Dios,
aquella que asumió su cruz como entrega y no como castigo,
aquel que dejó de pensar la santidad como esfuerzo de su voluntad para dejarle paso a la fuerza arrolladora de la gracia que el Espíritu derrama sin cesar en nuestra vida.
blog de Emmanuel Sicre. Jesuita.

La Misa

Las reuniones semanales de la Asamblea en el Antiguo Testamento

Ya desde el inicio de la Biblia el último día de la semana se nombra con una raíz que significa «cesar», «descansar». Se trata de un día de reposo consagrado a Yahveh en recuerdo de la narración del Génesis sobre la creación del mundo.
«Fíjate en el Sábado para santificarlo. Durante seis días trabaja y haz tus tareas, pero el día séptimo es un día de descanso, dedicado al Señor, tu Dios: no harás trabajo alguno, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu esclavo, ni tu esclava, ni tu ganado, ni el emigrante que viva en tus ciudades. Porque en seis días hizo el Señor el cielo, y el séptimo descansó; por eso bendijo el Señor el sábado y lo santificó» (Ex 20,8-11).
Algunos textos del A. Testamento insisten sobre todo en la práctica externa de ese día, es decir, en el descanso material y no tanto en la honra de Dios, aunque otros matizan un poco más.
A partir del destierro, el descanso sabatino se convirtió en un distintivo del judaísmo. Más dramático es el pasaje que aparece en el primer libro de los Macabeos, sin embargo se fue imponiendo el pragmatismo y esa rigidez material, que no parecía ser el espíritu del mandato mosaico, dio paso a una resolución legal, antes de verse aniquilados por muy heroica que fuese su disposición. A pesar de todo, el espíritu legalista convirtió la alegría de ese día en verdadero agobio: «Seis días trabajarás y al séptimo descansarás; durante la siembra y la siega descansarás» (Ex 34,21).
Jesús libró a sus discípulos de este legalismo que desvirtuaba el verdadero espíritu de la celebración:
«Por entonces, un sábado, atravesaba Jesús unos sembrados. Sus discípulos, hambrientos, se pusieron a arrancar espigas y comérselas. Los fariseos le dijeron: —Oye, tus discípulos están haciendo en sábado una cosa prohibida. Él les respondió: —¿No habéis leído lo que hizo David con su gente cuando estaban hambrientos? Entró en la casa de Dios y comió los panes presentados, que sólo a los sacerdotes les está permitido comer, no a él ni a su gente. (...) Porque el hombre es señor del sábado» (Mt 12,1-8).
Jesús hizo muchos signos (milagros) en sábado para dejarnos claro cuál es el verdadero significado del mismo.
Sin embargo, estas excepciones, tan claras en el Evangelio, se suelen tomar como pretexto para saltarse a la torera las prescripciones de la Iglesia, porque no son de Derecho Divino. Cuando la Iglesia ordena algo como heredera de los poderes de Cristo, es el mismo Cristo quien lo ordena.
La próxima semana veremos qué hacía la primitiva iglesia.