domingo, 1 de noviembre de 2015

Festividad de Todos los Santos


La Palabra

Al ver a la multitud, subió al monte. Se sentó y se le acercaron los discípulos. Tomó la palabra y los instruyó en estos términos: Dichosos los pobres de corazón, porque el reinado de Dios les pertenece. Dichosos los afligidos, porque serán consolados. Dichosos los desposeídos, porque heredarán la tierra. Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. Dichosos los misericordiosos, porque serán tratados con misericordia. Dichosos los limpios de corazón, porque verán a Dios. Dichosos los que trabajan por la paz, porque se llamarán hijos de Dios. Dichosos los perseguidos por causa del bien, porque el reinado de Dios les pertenece. Dichosos vosotros cuando os injurien, os persigan y os calumnien de todo por mi causa. Estad alegres y contentos pues vuestra paga en el cielo es abundante.
(Mt 5, 1-12a)

El Comentario

“Dichosos los misericordiosos, porque serán tratados con misericordia.

El próximo 8 de diciembre, festividad de la Inmaculada, dará comienzo el Año Santo de la Misericordia. Nosotros tendremos la oportunidad de experimentar la misericordia que Dios tiene siempre para con nosotros, pero de una manera más patente.
El Señor siempre nos trata con misericordia, el problema muchas veces es que, por un lado no nos lo terminamos de creer, y por el otro, que no somos capaces de vivirlo. No somos conscientes de que Jesús fue misericordioso con todos aquellos que se le acercaron, que tuvo palabras y gestos para todos aquellos que estaban excluidos, que no contaban, que…
Ahora nosotros somos esos, y podemos vivirlo, si queremos.

 En la Red

Los que tenemos el privilegio de tener familia grande, sabemos que la relación entre hermanos es compleja. A medida que pasan los años, nos vamos conociendo mejor los unos a los otros y aprendemos a "cogernos el punto". Sin embargo, con algunos la relación se puede enquistar por distintos motivos como el dinero, las envidias, o incluso acontecimientos de la infancia que nos afectaron enormemente y que no hemos conseguido perdonar.
Es como si estuviéramos condenados. Porque a pesar de todas las historias, los celos y los problemas que haya entre hermanos, no podemos hacer nada por cortar esa relación; al contrario que con los amigos, uno nunca deja de ser hermano de alguien. Por mucho que un hermano haga algo horrible, siempre será tu hermano, y a pesar de que el tiempo o la distancia se interpongan, esa unión siempre permanece. Nos gustará más o menos lo que hacen, y con algunos nos llevaremos mejor que con otros, pero siempre serán tus hermanos. Además, los hermanos dicen mucho de quiénes somos, y el vínculo que se crea en los primeros años de vida es imborrable.
Y es precisamente ese vínculo el que es reflejo del amor de Dios. Porque los hermanos nos acompañan en el camino de la vida. Los amigos y los padres son importantes, pero los primeros cambian y los segundos, salvo tristes excepciones, suelen morir antes que nosotros. Por eso la relación con los hermanos tiene mucho de promesa: la promesa de Dios de que no estamos solos, y de que Él está con nosotros todos los días (Mt 28, 20). Quizá, como ocurre con Dios, los hermanos no estén de la manera que esperamos, pero siempre están ahí. Y la relación nunca es perfecta. Pero vivir con la certeza de que tenemos compañeros en el a veces duro viaje de la vida es algo por lo que sólo podemos estar agradecidos a Dios. Agradecidos por un regalo tan grande como el de tener hermanos.

Una mirada a Roma

El mensaje de la Declaración Nostra ætate es siempre actual, Catequesis del Papa

Queridos hermanos y hermanas buenos días,
En las Audiencias generales hay a menudo personas o grupos pertenecientes a otras religiones; pero hoy esta presencia es del todo particular, para recordar juntos el 50º aniversario de la Declaración del Concilio Vaticano II Nostra aetate sobre las relaciones de la Iglesia Católica con las religiones no cristianas. Este tema estaba fuertemente en el corazón del beato Papa Pablo VI, que en la fiesta de Pentecostés del año anterior al final del Concilio había instituido el Secretariado para los no cristianos, hoy Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso. Expreso por eso mi gratitud y mi calurosa bienvenida a personas y grupos de diferentes religiones, que hoy han querido estar presentes, especialmente a quienes vienen de lejos.
El Concilio Vaticano II ha sido un tiempo extraordinario de reflexión, diálogo y oración para renovar la mirada de la Iglesia Católica sobre sí misma y sobre el mundo. Una lectura de los signos de los tiempos en miras a una actualización orientada a una doble fidelidad: fidelidad a la tradición eclesial y fidelidad a la historia de los hombres y mujeres de nuestro tiempo. De hecho Dios, que se ha revelado en la creación y en la historia, que ha hablado por medio de los profetas y completamente en su Hijo hecho hombre (cfr Heb 1,1), se dirige al corazón y al espíritu de cada ser humano que busca la verdad y los caminos para practicarla.
El mensaje de la Declaración Nostra aetate es siempre actual. Recuerdo brevemente algunos puntos:
·        La creciente interdependencia de los pueblos ( cfr n. 1);
·        La búsqueda humana de un sentido de la vida, del sufrimiento, de la muerte, preguntas que siempre acompañan nuestro camino (cfr n.1);
·        El origen común y el destino común de la humanidad (cfr n. 1);
·        La unicidad de la familia humana (cfr n. 1);
·        Las religiones como búsqueda de Dios o del Absoluto, en el interior de las varias etnias y culturas (cfr n. 1);
·        La mirada benévola y atenta de la Iglesia sobre las religiones: ella no rechaza nada de lo que en estas religiones hay de bello y verdadero (cfr n. 2);
·        La Iglesia mira con estima los creyentes de todas las religiones, apreciando su compromiso espiritual y moral (cfr n. 3);
·        La Iglesia abierta al diálogo con todos, y al mismo tiempo fiel a la verdad en la que cree, por comenzar en aquella que la salvación ofrecida a todos tiene su origen en Jesús, único salvador, y que el Espíritu Santo está a la obra, fuente de paz y amor.
Son tantos los eventos, las iniciativas, las relaciones institucionales o personales con las religiones no cristianas de estos últimos cincuenta años, y es difícil recordar todos. Un hecho particularmente significativo ha sido el Encuentro de Asís del 27 de octubre de 1986. Este fue querido y promovido por san Juan Pablo II, quien un año antes, es decir hace treinta años, dirigiéndose a los jóvenes musulmanes en Casablanca deseaba que todos los creyentes en Dios favorecieran la amistad y la unión entre los hombres y los pueblos (19 de agosto de 1985). La llama, encendida en Asís, se ha extendido en todo el mundo y constituye un signo permanente de esperanza.
Una especial gratitud a Dios merece la verdadera y propia transformación que ha tenido en estos 50 años la relación entre cristianos y judíos. Indiferencia y oposición se transformaron en colaboración y benevolencia. De enemigos y extraños nos hemos transformado en amigos y hermanos. El Concilio, con la Declaración Nostra aetate, ha trazado el camino: “si” al redescubrimiento de las raíces judías del cristianismo; “no” a cualquier forma de antisemitismo y condena de todo insulto, discriminación y persecución que se derivan. El conocimiento, el respeto y la estima mutua constituyen el camino que, si vale en modo peculiar para la relación con los judíos, vale análogamente también para la relación con las otras religiones. Pienso en particular en los musulmanes, que -como recuerda el Concilio- «adoran al único Dios, viviente y subsistente, misericordioso y omnipotente, creador del cielo y de la tierra, que ha hablado a los hombres» (Nostra aetate, 5). Ellos se refieren a la paternidad de Abraham, veneran a Jesús como profeta, honran a su Madre virgen, María, esperan el día del juicio, y practican la oración, la limosna y el ayuno (cfr ibid).
El diálogo que necesitamos no puede ser sino abierto y respetuoso, y entonces se revela fructífero. El respeto recíproco es condición y, al mismo tiempo, fin del diálogo interreligioso: respetar el derecho de otros a la vida, a la integridad física, a las libertades fundamentales, es decir a la libertad de conciencia, de pensamiento, de expresión y de religión.
El mundo nos mira a nosotros los creyentes, nos exhorta a colaborar entre nosotros y con los hombres y las mujeres de buena voluntad que no profesan alguna religión, nos pide respuestas efectivas sobre numerosos temas: la paz, el hambre, la miseria que aflige a millones de personas, la crisis ambiental, la violencia, en particular aquella cometida en nombre de la religión, la corrupción, el degrado moral, la crisis de la familia, de la economía, de las finanzas y sobre todo de la esperanza. Nosotros creyentes no tenemos recetas para estos problemas, pero tenemos un gran recurso: la oración. Y nosotros creyentes rezamos, debemos rezar. La oración es nuestro tesoro, a la que nos acercamos según nuestras respectivas tradiciones, para pedir los dones que anhela la humanidad.
A causa de la violencia y del terrorismo se ha difundido una actitud de sospecha o incluso de condena de las religiones. En realidad, aunque ninguna religión es inmune del riesgo de desviaciones fundamentalistas o extremistas en individuos o grupos (cfr Discurso al Congreso EEUU, 24 de septiembre de 2015), es necesario mirar los valores positivos que viven y proponen y que son fuentes de esperanza. Se trata de alzar la mirada para ir más allá. El diálogo basado sobre el confiado respeto puede llevar semillas de bien que se transforman en brotes de amistad y de colaboración en tantos campos, y sobre todo en el servicio a los pobres, a los pequeños, a los ancianos, en la acogida de los migrantes, en la atención a quien es excluido. Podemos caminar juntos cuidando los unos de los otros y de lo creado. Todos los creyentes de cada religión. Juntos podemos alabar al Creador por habernos dado el jardín del mundo para cultivar y cuidar como bien común, y podemos realizar proyectos compartidos para combatir la pobreza y asegurar a cada hombre y mujer condiciones de vida dignas.
El Jubileo Extraordinario de la Misericordia, que está delante de nosotros, es una ocasión propicia para trabajar juntos en el campo de las obras de caridad. Y en este campo, donde cuenta sobretodo la compasión, pueden unirse a nosotros tantas personas que no se sienten creyentes o que están en búsqueda de Dios y de la verdad, personas que ponen al centro el rostro del otro, en particular el rostro del hermano y de la hermana necesitados. Pero la misericordia a la cual somos llamados abraza a todo el creado, que Dios nos ha confiado para ser cuidadores y no explotadores, o peor todavía, destructores. Debemos siempre proponernos dejar el mundo mejor de como lo hemos encontrado (cfr Enc. Laudato si’, 194), a partir del ambiente en el cual vivimos, de nuestros pequeños gestos de nuestra vida cotidiana.
Queridos hermanos y hermanas, en cuanto al futuro del diálogo interreligioso, la primera cosa que debemos hacer es rezar. Y rezar los unos por los otros, somos hermanos. Sin el Señor, nada es posible; con Él, ¡todo se convierte! Que nuestra oración pueda, cada uno según la propia tradición, pueda adherirse plenamente a la voluntad de Dios, quien desea que todos los hombres se reconozcan hermanos y vivan como tal, formando la gran familia humana en la armonía de la diversidad. Gracias. (Traducido por Mercedes De La Torre – Radio Vaticano).

La Misa (02)

Pero no todo es símbolo. Ni toda experiencia simbólica es religiosa. Al ser una experiencia no natural sino estudiadamente puesta, debe seguir unas normas para que su lectura sea adecuada y única. El símbolo litúrgico ha de estar reglamentado. Nada hay tan reglamentado como un juego.
Un ejemplo: la antorcha olímpica puede no pasar de un simple signo si se halla en un céntrico escaparate para que todos la admiren o al menos sepan cómo es. Pero el hecho de llevarla a la carrera y aplicarla al pebetero olímpico encendiendo el fuego es algo más. Es una experiencia visible del atleta que corre sudoroso, aunque nadie le prohíbe que vaya más despacio; y llega a la hora fijada para encender un fuego inútil que no calentará a nadie ni iluminará nada. Pero todo el mundo comprende que allí no sólo hay un fuego que arde constantemente, sino que significa que allí hay una reunión muy especial y que, dado el uniforme y las maneras del que trajo la antorcha, se trata de una importante reunión deportiva. El símbolo no quiere significar más que eso, pero lo significa adecuadamente. Claro que el símbolo no lo explica todo. Cuando se observa el fuego olímpico encendido por el atleta, hay gente que sabe el número de Juegos celebrados en la época moderna de los mismos, cómo se llamaba el atleta que portó el último la antorcha y hasta la marca en 1.500 metros que ostenta. El símbolo no lo expresa todo sino una cosa concreta. Como cualquier idioma. Pero es necesaria alguna iniciación en el sentido del símbolo y entonces se ve muy claro.
La Iglesia ha adoptado, como una tradición que pasa por Jesús, el lenguaje simbólico. Los sacramentos, tan enraizados de una u otra manera en la Eucaristía, verdadera Presencia, son símbolos auténticos, no sólo signos, que se entienden a poco que se reflexione: que la Eucaristía es un alimento o que el bautismo lava no es preciso explicárselo a nadie, aunque no lo digan todo. Son símbolos perfectos.
La Misa está toda ella rodeada de símbolos. Y si no se mira así, no se entiende, como le ocurre a mucha gente. Y no sólo el Pan consagrado, supremo símbolo de nuestra fe; las posturas, respuestas colectivas, la provocada solemnidad de ciertos momentos, hasta el tono de voz y los silencios son símbolos que todos aceptan, todos entienden y todos practican.
Para quien sabe ver las cosas, esos símbolos le hablan de cosas sobrenaturales que no se pueden probar, pero se aprenden en el evangelio y que aquí están realizadas y explicadas en la práctica, que es el lenguaje simbólico.
Había enviado Juan a unos hombres para que preguntaran a Jesús si era o no el Mesías. Pero Jesús se acogió a los símbolos y les respondió:
«Id a informar a Juan de lo que habéis visto y oído: ciegos recobran la vista, cojos caminan, leprosos quedan limpios, sordos oyen, muertos resucitan, pobres reciben la buena noticia» (Lc 7, 22).
Los símbolos de la misa son tan continuos que no es fácil verlos y desentrañarlos todos a la primera. Muchos ritos oscuros se mantienen históricamente o por otras causas. La misma fracción del pan, que desde los apóstoles da nombre al Sacrificio, hoy día pasa casi desapercibida y sin relieve. El sacerdote con su actitud, el silencio de la asamblea, las posturas de los ministros, etc. empleando el lenguaje simbólico pueden revalorizar este signo fundamental.
Todo sacramento es un símbolo en la Iglesia y ésta, por designio de su Fundador, no es democrática. Por eso, en reuniones eclesiales debe haber siempre uno que presida, símbolo de Jesús, Cabeza del cuerpo total y único intercesor ante el Padre.
En este sentido hay un impresionante testimonio en la Iglesia primitiva. Es de 5. Ignacio de Antioquía, de principios del siglo II, cuando era conducido a Roma para ser ejecutado, el año 106 nada menos.
Camino del martirio escribió unas cartas memorables, en las que vertía la doctrina recibida directamente de los apóstoles. Hizo una parada en Esmirna rodeado por sus carceleros. Y días más tarde escribió a los cristianos que había saludado en Esmirna.
Después de disertar sobre la caridad, les adoctrina sobre la Eucaristía:
Que nadie, sin contar con el obispo, haga nada de cuanto atañe a la Iglesia1. Sólo aquella Eucaristía que se celebre por el Obispo o por quien de él tenga autoridad, ha de tenerse por válida (Carta a los Esmirniotas, 8).
El simbolismo de los sacramentos se agudiza en el caso de la Eucaristía, porque no son sólo cosa de la Iglesia, sino de Alguien Superior. La Iglesia no somos nosotros, sino que nosotros somos parte de la Iglesia. El que hace la lectura, por ejemplo, no es simplemente un portavoz nuestro o de Dios, es una parte de la Iglesia que habla por él.
1 Este texto parece una copia de lo que determina el Concilio Vaticano II: «Nadie, aunque sea sacerdote, añada quite o cambie cosa alguna en la Liturgia por propia iniciativa» (S.C. 23,3)

Año de la Misericordia

¿Cuándo va a suceder esto?

El Año Santo se abrirá el 8 de diciembre de 2015, solemnidad de la Inmaculada Concepción. Esta fiesta litúrgica indica el modo de obrar de Dios desde los albores de nuestra historia. Después del pecado de Adán y Eva, Dios no quiso dejar la humanidad en soledad y a merced del mal. Por esto pensó y quiso a María santa e inmaculada en el amor (cfr Ef 1,4), para que fuese la Madre del Redentor del hombre. Ante la gravedad del pecado, Dios responde con la plenitud del perdón. La misericordia siempre será más grande que cualquier pecado y nadie podrá poner un límite al amor de Dios que perdona.
Abriré la Puerta Santa en el quincuagésimo aniversario de la conclusión del Concilio Ecuménico Vaticano II. Los Padres reunidos en el Concilio habían percibido intensamente, como un verdadero soplo del Espíritu, la exigencia de hablar de Dios a los hombres de su tiempo en un modo más comprensible. Había llegado el tiempo de anunciar el Evangelio de un modo nuevo. Una nueva etapa en la evangelización de siempre. Un nuevo compromiso para todos los cristianos de testimoniar con mayor entusiasmo y convicción la propia fe. La Iglesia sentía la responsabilidad de ser en el mundo signo vivo del amor del Padre.
El Año jubilar se concluirá en la solemnidad litúrgica de Jesucristo Rey del Universo, el 20 de noviembre de 2016. En ese día, cerrando la Puerta Santa, tendremos ante todo sentimientos de gratitud y de reconocimiento hacia la Santísima Trinidad por habernos concedido un tiempo extraordinario de gracia.

(cf. Misericordiae vultus nn 3-5)