La Palabra
Al ver a la multitud,
subió al monte. Se sentó y se le acercaron los discípulos. Tomó la palabra y los
instruyó en estos términos: Dichosos los pobres de corazón, porque el reinado de
Dios les pertenece. Dichosos los afligidos, porque serán consolados. Dichosos los
desposeídos, porque heredarán la tierra. Dichosos los que tienen hambre y sed de
justicia, porque serán saciados. Dichosos los misericordiosos, porque serán tratados
con misericordia. Dichosos los limpios de corazón, porque verán a Dios. Dichosos
los que trabajan por la paz, porque se llamarán hijos de Dios. Dichosos los perseguidos
por causa del bien, porque el reinado de Dios les pertenece. Dichosos vosotros cuando
os injurien, os persigan y os calumnien de todo por mi causa. Estad alegres y contentos
pues vuestra paga en el cielo es abundante.
(Mt 5, 1-12a)
El Comentario
“Dichosos los misericordiosos, porque serán tratados con misericordia.”
El
próximo 8 de diciembre, festividad de la Inmaculada, dará comienzo el Año Santo
de la Misericordia. Nosotros tendremos la oportunidad de experimentar la misericordia
que Dios tiene siempre para con nosotros, pero de una manera más patente.
El
Señor siempre nos trata con misericordia, el problema muchas veces es que, por un
lado no nos lo terminamos de creer, y por el otro, que no somos capaces de vivirlo.
No somos conscientes de que Jesús fue misericordioso con todos aquellos que se le
acercaron, que tuvo palabras y gestos para todos aquellos que estaban excluidos,
que no contaban, que…
Ahora
nosotros somos esos, y podemos vivirlo, si queremos.
En la Red
Los que tenemos
el privilegio de tener familia grande, sabemos que la relación entre hermanos es
compleja. A medida que pasan los años, nos vamos conociendo mejor los unos a los
otros y aprendemos a "cogernos el punto". Sin embargo, con algunos la
relación se puede enquistar por distintos motivos como el dinero, las envidias,
o incluso acontecimientos de la infancia que nos afectaron enormemente y que no
hemos conseguido perdonar.
Es como si estuviéramos
condenados. Porque a pesar de todas las historias, los celos y los problemas que
haya entre hermanos, no podemos hacer nada por cortar esa relación; al contrario
que con los amigos, uno nunca deja de ser hermano de alguien. Por mucho que un hermano
haga algo horrible, siempre será tu hermano, y a pesar de que el tiempo o la distancia
se interpongan, esa unión siempre permanece. Nos gustará más o menos lo que hacen,
y con algunos nos llevaremos mejor que con otros, pero siempre serán tus hermanos.
Además, los hermanos dicen mucho de quiénes somos, y el vínculo que se crea en los
primeros años de vida es imborrable.
Y es precisamente
ese vínculo el que es reflejo del amor de Dios. Porque los hermanos nos acompañan
en el camino de la vida. Los amigos y los padres son importantes, pero los primeros
cambian y los segundos, salvo tristes excepciones, suelen morir antes que nosotros.
Por eso la relación con los hermanos tiene mucho de promesa: la promesa de Dios
de que no estamos solos, y de que Él está con nosotros todos los días (Mt 28, 20).
Quizá, como ocurre con Dios, los hermanos no estén de la manera que esperamos, pero
siempre están ahí. Y la relación nunca es perfecta. Pero vivir con la certeza de
que tenemos compañeros en el a veces duro viaje de la vida es algo por lo que sólo
podemos estar agradecidos a Dios. Agradecidos por un regalo tan grande como el de
tener hermanos.
Una mirada a Roma
El mensaje de la Declaración Nostra ætate es siempre actual, Catequesis del Papa
Queridos hermanos
y hermanas buenos días,
En las Audiencias
generales hay a menudo personas o grupos pertenecientes a otras religiones; pero
hoy esta presencia es del todo particular, para recordar juntos el 50º aniversario
de la Declaración del Concilio Vaticano II Nostra aetate sobre las relaciones de
la Iglesia Católica con las religiones no cristianas. Este tema estaba fuertemente
en el corazón del beato Papa Pablo VI, que en la fiesta de Pentecostés del año anterior
al final del Concilio había instituido el Secretariado para los no cristianos, hoy
Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso. Expreso por eso mi gratitud y
mi calurosa bienvenida a personas y grupos de diferentes religiones, que hoy han
querido estar presentes, especialmente a quienes vienen de lejos.
El Concilio Vaticano
II ha sido un tiempo extraordinario de reflexión, diálogo y oración para renovar
la mirada de la Iglesia Católica sobre sí misma y sobre el mundo. Una lectura de
los signos de los tiempos en miras a una actualización orientada a una doble fidelidad:
fidelidad a la tradición eclesial y fidelidad a la historia de los hombres y mujeres
de nuestro tiempo. De hecho Dios, que se ha revelado en la creación y en la historia,
que ha hablado por medio de los profetas y completamente en su Hijo hecho hombre
(cfr Heb 1,1), se dirige al corazón y al espíritu de cada ser humano que busca la
verdad y los caminos para practicarla.
El mensaje de la
Declaración Nostra aetate es siempre actual. Recuerdo brevemente algunos puntos:
·
La creciente interdependencia de
los pueblos ( cfr n. 1);
·
La búsqueda humana de un sentido
de la vida, del sufrimiento, de la muerte, preguntas que siempre acompañan nuestro
camino (cfr n.1);
·
El origen común y el destino común
de la humanidad (cfr n. 1);
·
La unicidad de la familia humana
(cfr n. 1);
·
Las religiones como búsqueda de
Dios o del Absoluto, en el interior de las varias etnias y culturas (cfr n. 1);
·
La mirada benévola y atenta de la
Iglesia sobre las religiones: ella no rechaza nada de lo que en estas religiones
hay de bello y verdadero (cfr n. 2);
·
La Iglesia mira con estima los creyentes
de todas las religiones, apreciando su compromiso espiritual y moral (cfr n. 3);
·
La Iglesia abierta al diálogo con
todos, y al mismo tiempo fiel a la verdad en la que cree, por comenzar en aquella
que la salvación ofrecida a todos tiene su origen en Jesús, único salvador, y que
el Espíritu Santo está a la obra, fuente de paz y amor.
Son tantos los
eventos, las iniciativas, las relaciones institucionales o personales con las religiones
no cristianas de estos últimos cincuenta años, y es difícil recordar todos. Un hecho
particularmente significativo ha sido el Encuentro de Asís del 27 de octubre de
1986. Este fue querido y promovido por san Juan Pablo II, quien un año antes, es
decir hace treinta años, dirigiéndose a los jóvenes musulmanes en Casablanca deseaba
que todos los creyentes en Dios favorecieran la amistad y la unión entre los hombres
y los pueblos (19 de agosto de 1985). La llama, encendida en Asís, se ha extendido
en todo el mundo y constituye un signo permanente de esperanza.
Una especial gratitud
a Dios merece la verdadera y propia transformación que ha tenido en estos 50 años
la relación entre cristianos y judíos. Indiferencia y oposición se transformaron
en colaboración y benevolencia. De enemigos y extraños nos hemos transformado en
amigos y hermanos. El Concilio, con la Declaración Nostra aetate, ha trazado el
camino: “si” al redescubrimiento de las raíces judías del cristianismo; “no” a cualquier
forma de antisemitismo y condena de todo insulto, discriminación y persecución que
se derivan. El conocimiento, el respeto y la estima mutua constituyen el camino
que, si vale en modo peculiar para la relación con los judíos, vale análogamente
también para la relación con las otras religiones. Pienso en particular en los musulmanes,
que -como recuerda el Concilio- «adoran al único Dios, viviente y subsistente, misericordioso
y omnipotente, creador del cielo y de la tierra, que ha hablado a los hombres» (Nostra
aetate, 5). Ellos se refieren a la paternidad de Abraham, veneran a Jesús como profeta,
honran a su Madre virgen, María, esperan el día del juicio, y practican la oración,
la limosna y el ayuno (cfr ibid).
El diálogo que
necesitamos no puede ser sino abierto y respetuoso, y entonces se revela fructífero.
El respeto recíproco es condición y, al mismo tiempo, fin del diálogo interreligioso:
respetar el derecho de otros a la vida, a la integridad física, a las libertades
fundamentales, es decir a la libertad de conciencia, de pensamiento, de expresión
y de religión.
El mundo nos mira
a nosotros los creyentes, nos exhorta a colaborar entre nosotros y con los hombres
y las mujeres de buena voluntad que no profesan alguna religión, nos pide respuestas
efectivas sobre numerosos temas: la paz, el hambre, la miseria que aflige a millones
de personas, la crisis ambiental, la violencia, en particular aquella cometida en
nombre de la religión, la corrupción, el degrado moral, la crisis de la familia,
de la economía, de las finanzas y sobre todo de la esperanza. Nosotros creyentes
no tenemos recetas para estos problemas, pero tenemos un gran recurso: la oración.
Y nosotros creyentes rezamos, debemos rezar. La oración es nuestro tesoro, a la
que nos acercamos según nuestras respectivas tradiciones, para pedir los dones que
anhela la humanidad.
A causa de la violencia
y del terrorismo se ha difundido una actitud de sospecha o incluso de condena de
las religiones. En realidad, aunque ninguna religión es inmune del riesgo de desviaciones
fundamentalistas o extremistas en individuos o grupos (cfr Discurso al Congreso
EEUU, 24 de septiembre de 2015), es necesario mirar los valores positivos que viven
y proponen y que son fuentes de esperanza. Se trata de alzar la mirada para ir más
allá. El diálogo basado sobre el confiado respeto puede llevar semillas de bien
que se transforman en brotes de amistad y de colaboración en tantos campos, y sobre
todo en el servicio a los pobres, a los pequeños, a los ancianos, en la acogida
de los migrantes, en la atención a quien es excluido. Podemos caminar juntos cuidando
los unos de los otros y de lo creado. Todos los creyentes de cada religión. Juntos
podemos alabar al Creador por habernos dado el jardín del mundo para cultivar y
cuidar como bien común, y podemos realizar proyectos compartidos para combatir la
pobreza y asegurar a cada hombre y mujer condiciones de vida dignas.
El Jubileo Extraordinario
de la Misericordia, que está delante de nosotros, es una ocasión propicia para trabajar
juntos en el campo de las obras de caridad. Y en este campo, donde cuenta sobretodo
la compasión, pueden unirse a nosotros tantas personas que no se sienten creyentes
o que están en búsqueda de Dios y de la verdad, personas que ponen al centro el
rostro del otro, en particular el rostro del hermano y de la hermana necesitados.
Pero la misericordia a la cual somos llamados abraza a todo el creado, que Dios
nos ha confiado para ser cuidadores y no explotadores, o peor todavía, destructores.
Debemos siempre proponernos dejar el mundo mejor de como lo hemos encontrado (cfr
Enc. Laudato si’, 194), a partir del ambiente en el cual vivimos, de nuestros pequeños
gestos de nuestra vida cotidiana.
Queridos hermanos
y hermanas, en cuanto al futuro del diálogo interreligioso, la primera cosa que
debemos hacer es rezar. Y rezar los unos por los otros, somos hermanos. Sin el Señor,
nada es posible; con Él, ¡todo se convierte! Que nuestra oración pueda, cada uno
según la propia tradición, pueda adherirse plenamente a la voluntad de Dios, quien
desea que todos los hombres se reconozcan hermanos y vivan como tal, formando la
gran familia humana en la armonía de la diversidad. Gracias. (Traducido por Mercedes
De La Torre – Radio Vaticano).
La Misa (02)
Pero no todo es símbolo. Ni toda experiencia simbólica
es religiosa. Al ser una experiencia no natural sino estudiadamente puesta, debe
seguir unas normas para que su lectura sea adecuada y única. El símbolo litúrgico
ha de estar reglamentado. Nada hay tan reglamentado como un juego.
Un ejemplo: la antorcha olímpica puede no pasar de un
simple signo si se halla en un céntrico escaparate para que todos la admiren o al
menos sepan cómo es. Pero el hecho de llevarla a la carrera y aplicarla al pebetero
olímpico encendiendo el fuego es algo más. Es una experiencia visible del atleta
que corre sudoroso, aunque nadie le prohíbe que vaya más despacio; y llega a la
hora fijada para encender un fuego inútil que no calentará a nadie ni iluminará
nada. Pero todo el mundo comprende que allí no sólo hay un fuego que arde constantemente,
sino que significa que allí hay una reunión muy especial y que, dado el uniforme
y las maneras del que trajo la antorcha, se trata de una importante reunión deportiva.
El símbolo no quiere significar más que eso, pero lo significa adecuadamente. Claro
que el símbolo no lo explica todo. Cuando se observa el fuego olímpico encendido
por el atleta, hay gente que sabe el número de Juegos celebrados en la época moderna
de los mismos, cómo se llamaba el atleta que portó el último la antorcha y hasta
la marca en 1.500 metros que ostenta. El símbolo no lo expresa todo sino una cosa
concreta. Como cualquier idioma. Pero es necesaria alguna iniciación en el sentido
del símbolo y entonces se ve muy claro.
La Iglesia ha adoptado, como una tradición que pasa por
Jesús, el lenguaje simbólico. Los sacramentos, tan enraizados de una u otra manera
en la Eucaristía, verdadera Presencia, son símbolos auténticos, no sólo signos,
que se entienden a poco que se reflexione: que la Eucaristía es un alimento o que
el bautismo lava no es preciso explicárselo a nadie, aunque no lo digan todo. Son
símbolos perfectos.
La Misa está toda ella rodeada de símbolos. Y si no se
mira así, no se entiende, como le ocurre a mucha gente. Y no sólo el Pan consagrado,
supremo símbolo de nuestra fe; las posturas, respuestas colectivas, la provocada
solemnidad de ciertos momentos, hasta el tono de voz y los silencios son símbolos
que todos aceptan, todos entienden y todos practican.
Para quien sabe ver las cosas, esos símbolos le hablan
de cosas sobrenaturales que no se pueden probar, pero se aprenden en el evangelio
y que aquí están realizadas y explicadas en la práctica, que es el lenguaje simbólico.
Había enviado Juan a unos hombres para que preguntaran
a Jesús si era o no el Mesías. Pero Jesús se acogió a los símbolos y les respondió:
«Id a informar a Juan de lo que habéis visto y oído:
ciegos recobran la vista, cojos caminan, leprosos quedan limpios, sordos oyen, muertos
resucitan, pobres reciben la buena noticia» (Lc 7, 22).
Los símbolos de la misa son tan continuos que no es fácil
verlos y desentrañarlos todos a la primera. Muchos ritos oscuros se mantienen históricamente
o por otras causas. La misma fracción del pan, que desde los apóstoles da nombre
al Sacrificio, hoy día pasa casi desapercibida y sin relieve. El sacerdote con su
actitud, el silencio de la asamblea, las posturas de los ministros, etc. empleando
el lenguaje simbólico pueden revalorizar este signo fundamental.
Todo sacramento es un símbolo en la Iglesia y ésta, por
designio de su Fundador, no es democrática. Por eso, en reuniones eclesiales debe
haber siempre uno que presida, símbolo de Jesús, Cabeza del cuerpo total y único
intercesor ante el Padre.
En este sentido hay un impresionante testimonio en la
Iglesia primitiva. Es de 5. Ignacio de Antioquía, de principios del siglo II, cuando
era conducido a Roma para ser ejecutado, el año 106 nada menos.
Camino del martirio escribió unas cartas memorables,
en las que vertía la doctrina recibida directamente de los apóstoles. Hizo una parada
en Esmirna rodeado por sus carceleros. Y días más tarde escribió a los cristianos
que había saludado en Esmirna.
Después de disertar sobre la caridad, les adoctrina sobre
la Eucaristía:
Que nadie, sin contar con el obispo, haga nada de cuanto
atañe a la Iglesia1. Sólo aquella Eucaristía que se celebre por el Obispo o por
quien de él tenga autoridad, ha de tenerse por válida (Carta a los Esmirniotas,
8).
El simbolismo de los sacramentos se agudiza en el caso
de la Eucaristía, porque no son sólo cosa de la Iglesia, sino de Alguien Superior.
La Iglesia no somos nosotros, sino que nosotros somos parte de la Iglesia. El que
hace la lectura, por ejemplo, no es simplemente un portavoz nuestro o de Dios, es
una parte de la Iglesia que habla por él.
1 Este texto parece una copia de lo que determina el
Concilio Vaticano II: «Nadie, aunque sea sacerdote, añada quite o cambie cosa alguna
en la Liturgia por propia iniciativa» (S.C. 23,3)
Año de la Misericordia
¿Cuándo va a suceder esto?
El Año Santo se abrirá el 8 de diciembre de
2015, solemnidad de la Inmaculada Concepción. Esta fiesta
litúrgica indica el modo de obrar de Dios desde los albores de nuestra
historia. Después del pecado de Adán y Eva, Dios no quiso dejar la humanidad en
soledad y a merced del mal. Por esto pensó y quiso a María santa e inmaculada
en el amor (cfr Ef 1,4), para que fuese la Madre del Redentor del hombre. Ante
la gravedad del pecado, Dios responde con la plenitud del perdón. La
misericordia siempre será más grande que cualquier pecado y nadie podrá poner
un límite al amor de Dios que perdona.
Abriré la Puerta Santa en el quincuagésimo
aniversario de la conclusión del Concilio Ecuménico Vaticano II. Los
Padres reunidos en el Concilio habían percibido intensamente, como un verdadero
soplo del Espíritu, la exigencia de hablar de Dios a los hombres de su tiempo
en un modo más comprensible. Había llegado el tiempo de anunciar el Evangelio
de un modo nuevo. Una nueva etapa en la evangelización de siempre. Un nuevo
compromiso para todos los cristianos de testimoniar con mayor entusiasmo y
convicción la propia fe. La Iglesia sentía la responsabilidad de ser en el
mundo signo vivo del amor del Padre.
El Año jubilar se concluirá en la solemnidad
litúrgica de Jesucristo Rey del Universo, el 20 de noviembre de 2016.
En ese día, cerrando la Puerta Santa, tendremos ante todo sentimientos de
gratitud y de reconocimiento hacia la Santísima Trinidad por habernos concedido
un tiempo extraordinario de gracia.
(cf. Misericordiae vultus nn 3-5)