domingo, 29 de noviembre de 2015

I Adviento C

La Palabra

Habrá señales en el sol, la luna y las estrellas. En la tierra se angustiarán los pueblos, desconcertados por el estruendo del mar y del oleaje. Los hombres desfallecerán de miedo, aguardando lo que se le echa encima al mundo; pues las potencias celestes se tambalearán. Entonces verán al Hijo del Hombre que llega en una nube con gran poder y gloria. Cuando comience a suceder todo eso, erguíos y levantad la cabeza, porque se acerca vuestra liberación. Poned atención, que no se os embote la mente con el vicio, la embriaguez y las preocupaciones de la vida, de modo que aquel día no os sorprenda de repente, pues caerá como una trampa sobre todos los habitantes de la tierra. Velad en todo momento, pidiendo poder escapar de cuánto va a suceder y presentaros ante el Hijo del Hombre. De día enseñaba en el templo; de noche salía y se quedaba en el monte de los Olivos. Y todo el pueblo madrugaba para escucharlo en el templo.
Lucas 21, 25-28. 34-36

El Comentario

“Poned atención

El mundo sigue girando, no se detiene, y una vez más el Señor nos pide que paremos, que reflexionemos, que tomemos conciencia de lo que estamos haciendo. ¿Es bueno o es malo? Vivimos en una sociedad en la que muchas cosas malas son tenidas como buenas, pero esto no quiere decir que sean buenas, aunque “las haga todo el mundo”.
En la vida de Jesús, todos aquellos que no se ajustaban a la Ley eran expulsados, marginados, oprimidos, y tenían que vivir fuera de las ciudades de la caridad de los demás, pero Él sabía que esto no era bueno, que no por equivocarse una vez ya eran malos para siempre, sino que eran los más necesitados de la misericordia de su Padre, y por tanto de todos nosotros; pero no debemos olvidar que también somos nosotros los necesitados de esa Misericordia.

Año de la Misericordia

«Dichosos los misericordiosos, porque encontrarán misericordia» (Mt 5,7) es la bienaventuranza en la que hay que inspirarse durante este Año Santo.
En las parábolas dedicadas a la misericordia, Jesús revela la naturaleza de Dios como la de un Padre que jamás se da por vencido hasta tanto no haya disuelto el pecado y superado el rechazo con la compasión y la misericordia. En las parábolas de la oveja perdida y de la moneda extraviada, y la del padre y los dos hijos (cfr Lc15,1-32) Dios es presentado siempre lleno de alegría, sobre todo cuando perdona. En ellas encontramos el núcleo del Evangelio y de nuestra fe, porque la misericordia se muestra como la fuerza que todo vence, que llena de amor el corazón y que consuela con el perdón.
Tampoco se da por vencido en el perdón cuando Pedro pregunta cuantas veces hay que perdonar Jesús responde: «No te digo hasta siete, sino hasta setenta veces siete» (Mt 18,22), y este ha de ser nuestro estilo de vida cristiano.
Jesús afirma que la misericordia es el criterio para saber quiénes son realmente sus hijos. Ya que estamos llamados a vivir la misericordia, porque a nosotros en primer lugar se nos ha aplicado misericordia.
¡Cómo es difícil muchas veces perdonar! Y, sin embargo, el perdón es el instrumento puesto en nuestras frágiles manos para alcanzar la serenidad del corazón. Dejar caer el rencor, la rabia, la violencia y la venganza son condiciones necesarias para vivir felices.
 (cf. Misericordiae Vultus n. 9)

En la Red

Permíteme que insista y te busque…

ISAÍAS el del corazón exigente de Dios

Isaías es el hombre del corazón exigente de Dios, capaz de escudriñar el futuro analizando el presente, sin callarse las alegrías de la promesa de su Señor, pero tampoco las injusticias y fallos de la sociedad de su tiempo.
Para Isaías, Dios actuará, sí. Pero es necesaria la conversión, allanar los caminos, pedir con insistencia a Dios que nuestras bajuras se eleven y nuestras soberbias se abajen para permitir la entrada de Dios-con-nosotros.

Una mirada a Roma

«VENGA TU REINO»

Del Opúsculo de Orígenes, presbítero, sobre la oración
(Cap. 25: PG 11, 495-499)
Si, como dice nuestro Señor y Salvador, el reino de Dios no ha de venir espectacularmente, ni dirán: «Vedlo aquí o vedlo allí», sino que el reino de Dios está dentro de nosotros, pues cerca está la palabra, en nuestra boca y en nuestro corazón, sin duda cuando pedimos que venga el reino de Dios lo que pedimos es que este reino de Dios, que está dentro de nosotros, salga afuera, produzca fruto y se vaya perfeccionando.
Efectivamente, Dios reina ya en cada uno de los santos, ya que éstos se someten a su ley espiritual, y así Dios habita en ellos como en una ciudad bien gobernada. En el alma perfecta está presente el Padre, y Cristo reina en ella junto con el Padre, de acuerdo con aquellas palabras del Evangelio: Vendremos a fijar en él nuestra morada. Este reino de Dios que está dentro de nosotros llegará, con nuestra cooperación, a su plena perfección cuando se realice lo que dice el Apóstol, esto es, cuando Cristo, una vez sometidos a él todos sus enemigos, entregue el reino a Dios Padre, para que Dios sea todo en todo.
Por esto, rogando incesantemente con aquella actitud interior que se hace divina por la acción del Verbo, digamos a nuestro Padre que está en los cielos: Santificado sea tu nombre, venga tu reino.
Con respecto al reino de Dios, hay que tener también esto en cuenta: del mismo modo que no tiene que ver la justificación con la impiedad, ni hay nada de común entre la luz y las tinieblas, ni puede haber armonía entre Cristo y Belial, así tampoco pueden coexistir el reino de Dios y el reino del pecado.
Por consiguiente, si queremos que Dios reine en nosotros, procuremos que de ningún modo continúe el pecado reinando en nuestro cuerpo mortal, antes bien, mortifiquemos las pasiones de nuestro hombre terrenal y fructifiquemos por el Espíritu; de este modo Dios se paseará por nuestro interior como por un paraíso espiritual y reinará en nosotros él solo con su Cristo, el cual se sentará en nosotros a la derecha de aquella virtud espiritual que deseamos alcanzar: se sentará hasta que todos sus enemigos que hay en nosotros sean puestos por estrado de sus pies, y sean reducidos a la nada en nosotros todos los principados, todos los poderes y todas las fuerzas.
Etimasia, Trono de la preparación, s. XIV. Monasterio de Visoki Decani, Kosovo, Serbia.

La Misa…

El pueblo reunido

Supongamos que quieres celebrar dignamente el Día del Señor y te decides a ir a Misa de diez. Has oído las campanas y vas un poco de prisa porque luego a lo mejor no hay sitio. Y resulta que aunque todavía no han encendido las velas, el órgano está ya tocando y la gente ocupa los bancos y la Iglesia está casi llena. ¿Por qué va la gente tan pronto?
Es muy significativo que el Misal comience las rúbricas de la Misa con las palabras «Una vez reunido el pueblo de Dios...» y luego explica que deben salir en procesión los acólitos, ayudantes, diáconos y finalmente, el presidente de la asamblea.
Por eso es un contrasentido que denota ignorancia el esperar a la puerta de la Iglesia «a que salga el cura». Los fieles deben esperar ya reunidos, porque la misa comienza con la reunión de los bautizados que viven en un determinado territorio. La ceremonia ya ha comenzado y no está bien empezar a encender luces, tocar el órgano, etc. cuando aparece el cura en el altar.
Iglesia quiere decir Asamblea convocada. Estas convocatorias eran conocidas en el Antiguo Testamento, pero la asamblea cristiana se reúne en Cristo, que ya lo previno: «Pues donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo, en medio de ellos» (Mt 18,20).
Tratándose de un acto colectivo, con tan fuertes dosis de simbolismo, era natural que se reglamentase la forma de celebrarlo. 
Por ejemplo, desde siempre, la reunión la preside el obispo o quien le represente y éste, elegido por Dios y consagrado por la imposición de las manos de otro obispo en cadena hasta los mismos apóstoles, recita la plegaria eucarística, lee e interpreta la palabra y hace el papel de Cristo ante el pueblo representando a Dios y ante Dios representando al pueblo.
Alrededor suyo funcionan otros ministros —diáconos en griego— lectores, salmistas... El reparto de funciones es mucho más, sin dejar de ser una reunión humana.
Por otro lado, para no tener que improvisar, inspirados sin duda por el Espíritu Santo, comenzaron pronto a redactar plegarias fijas, que han perdurado vigentes a través de los siglos y que comienzan: «¡Levantemos el corazón!» (La tradición apostólica) y a las que el Pueblo de Dios responde iAmén! y no debe recitar ni siquiera la conclusión de la Plegaria.

Estas y otras cosas las veremos en las próximas semanas.