RELACIÓN CON EL PADRE: ORACIÓN Y CONTEMPLACIÓN.
La PalabraGn 12,1-4a // Sal 32 // 2Tm 1,8b-10
Seis días más tarde llamó Jesús a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña elevada. Delante de ellos se transfiguró: su rostro resplandeció como el sol, sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. Pedro tomó la palabra y dijo a Jesús: ---Señor, ¡qué bien se está aquí! Si te parece, armaré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa les hizo sombra y de la nube salió una voz que decía: ---Éste es mi Hijo querido, mi predilecto. Escuchadle. Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces temblando de miedo. Jesús se acercó, los tocó y les dijo: ---¡Levantaos, no temáis! Alzando la vista, no vieron más que a Jesús solo. Mientras bajaban de la montaña, Jesús les ordenó: ---No contéis a nadie lo que habéis visto hasta que este Hombre resucite de la muerte.
(Mt. 17, 1-9)
La Reflexión
¡Que bien se está aquí! Esa es la sensación que tuvieron los apóstoles al estar junto a Jesús. Pero no solo ellos, otros con posterioridad también experimentaron esa sensación, entre ellos los místico, los mártires, los santos, nuestro calendario está lleno de nombres de personas que lo dieron todo por Jesús. Estos sintieron su presencia en sus vidas y lo dieron todo por Él, porque se sintieron bien con Él.
¿Y nosotros? Hemos sido capaces de encontrar a Jesús en nuestras vidas tanto como para sentirnos bien, tan bien que seamos capaces de transformar nuestra vida, nuestra existencia,…
Hoy celebramos el día del Seminario, esto nos recuerda que a ellos también les llamó y se sintieron tan bien en su presencia que quisieron ser servidores de El.
Este es el lema que, parafraseando la frase de Benedicto XVI, anima la jornada del Día del Seminario de este año.
«El sacerdote es un don del corazón de Cristo: un don para la Iglesia y para el mundo» (Benedicto XVI, Ángelus 13.06.10).
No parece que ni la sociedad ni la cultura contemporánea contemplen en la figura del sacerdote un bien necesario para el funcionamiento del tejido social. Hoy en día, el presbítero es considerado por una mayoría de bautizados no practicantes como una especie de «funcionario» cualificado, que presta un servicio religioso en momentos cruciales de la vida como el nacimiento, el matrimonio o la muerte.
El sacerdote es un hombre fundamentalmente dedicado a su comunidad, en la que preside la Eucaristía y perdona los pecados, proclama la Palabra y anima los ministerios y carismas.
Por ello, el sacerdote deberá proponer la lógica de Jesús, basada en el servicio humilde y en el amor desinteresado, como principio rector de una existencia verdaderamente humana.
El ejercicio de este servicio al mundo requiere de un esfuerzo constante que le exige la puesta en juego de todas las potencialidades y capacidades personales. Ha de cultivar una sensibilidad cultural, intelectual y espiritual que le permita escudriñar los signos de los tiempos. Conlleva también un conocimiento de las leyes económicas y de las estrategias políticas, del funcionamiento de los medios, el «cuarto poder», y del modo en que la así llamada «opinión pública» es generada y difundida. Conlleva, en definitiva, una destreza mínima para circular donde no existen reglas fijas ni metas predefinidas.
Por todo ello, el sacerdote es «regalo» de Dios al mundo, cuando se empeña en las actividades típicamente eclesiales, esto, es cuando edifica y acompaña a la comunidad eclesial, cuando a través de su existencia concreta, su estilo de vida, sus gestos y palabras, contribuye a desvelar el rostro de Dios, también lo es, por último, cuando reza por él, cuando hace memoria en su oración de la conflictividad inherente al mundo, de las víctimas de las guerras, del injusto reparto de los bienes, de los desastres naturales, etc.
LA ALDEA QUE SE DERRUMBABA
Era una aldea encantadora, de esas que están metidas entre las montañas. En ella quedaban unos pocos habitantes que se llevaban bien; quizás porque sólo se saludaban cuando se cruzaban. En la puerta de cada casa, estaban escritas las habilidades que cada vecino tenía, y, a juzgar por lo largas que eran las listas, la gente de aquel pueblo debía de valer mucho, pero el pueblo estaba cada día más estropeado. Las fachadas de las casas estaban cada día peor a causa del tiempo, la lluvia, los fríos...
Un día se cayó el poste de teléfonos y cuando pasaban los vecinos decían: - Ya lo arreglarán los otros, yo no soy el encargado. Poco después los hielos rompieron las cañerías de la fuente de la plaza y los vecinos decían: - ¡Qué lástima! ¿No habrá nadie que lo arregle? Y el agua inundó la plaza y corría, calle abajo, inundándolo todo. Poco a poco se fueron rompiendo también las tejas y las casas se inundaron de goteras, porque en los carteles de los vecinos no ponía la habilidad de arreglar tejados.
Un día se encontraron, por casualidad, todos los vecinos en la plaza y empezaron a comentar unos a otros los destrozos que sufría cada uno: - A mí se me ha hundido el tejado...; - A mí no me llega la luz... - Yo tengo una zarza en medio de la puerta y casi no puedo salir... Y así, unos tras otros fueron narrando las desgracias de aquella aldea que había venido a la ruina por el abandono.
Pasando mucho tiempo, alguien sugirió la idea de asociarse para arreglar las casas. A todos les pareció bien la idea de asociarse y comenzaron por quitar entre todos las zarzas y maleza de las calles, luego siguieron las cercas y después los tejados y las casas hundidas.
En la plaza, volvió a correr de nuevo la fuente y pusieron en ella una inscripción: "Agua, corre siempre transparente, sin mancharte con nuestro abandono." Y volvieron a levantar los carteles de cada casa, pero pusieron una sola cualidad, en todos la misma: "Ayudarás siempre a tus vecinos a construir cada día un pueblo nuevo y unido." Y el pueblo volvió a lucir entre las montañas, y todos los caminantes que llegaban hasta aquel lugar encontraban la aldea siempre nueva.