domingo, 22 de abril de 2012

Domingo III Pascua (B) (22/04/12)

La Palabra
Hch 3,13-15.17-19 // Sal 4  //  1Jn 2,1-5ª

Ellos por su parte contaron lo que les había sucedido en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan. Estaban hablando de esto, cuando se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: ---La paz esté con vosotros. Espantados y temblando de miedo, pensaban que era un fantasma. Pero él les dijo: ---¿Por qué estáis turbados? ¿Por qué se os ocurren tantas dudas? Mirad mis manos y mis pies, que soy el mismo. Tocad y ved, que un fantasma no tiene carne y hueso, como veis que yo tengo. Dicho esto, les mostró las manos y los pies. Era tal el gozo y el asombro que no acababan de creer. Entonces les dijo: ---¿Tenéis aquí algo de comer? Le ofrecieron un trozo de pescado asado. Lo tomó y lo comió en su presencia. Después les dijo: ---Esto es lo que os decía cuando todavía estaba con vosotros: que tenía que cumplirse en mí todo lo escrito en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos. Entonces les abrió la inteligencia para que comprendieran la Escritura. Y añadió: ---Así está escrito: que el Mesías tenía que padecer y resucitar de la muerte al tercer día; que en su nombre se predicaría penitencia y perdón de pecados a todas las naciones, empezando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de ello. (Lc 24, 35-48)
El Comentario
Vosotros sois testigos
Hemos vivido intensamente la Semana Santa, en el que Jesús murió como un hombre, pero no nos hemos quedado aquí, somos testigos, los cristianos, del triunfo sobre la muerte, de su Resurrección.
Hoy no se nos piden grandes cosas, no es necesario, en la mayoría de los casos, que seamos mártires por la fe. Pero si hay algo que se nos pide incesantemente, que seamos testigos. Que no nos escondamos, que demos la cara, que digamos “yo soy cristiano”. Pero esto debe de ser algo más, debe haber algo que nos diferencie de los demás, algo que nos identifique. Nuestra forma de hacer las cosas, de vivir han de ser acordes con aquello que decimos que somos.
De nada nos sirven las palabras si luego nuestra forma de hacer y actuar no van acordes con esto que decimos y proclamamos.
No es sencillo dar la cara y decir lo que somos, pero menos sencillo es demostrarlo, ocasiones seguro que no nos faltarán. De poco nos servirá ir los domingos a misa, si luego no somos capaces de acoger al que nos tiende la mano para que le ayudemos, o aquel que está enfermo y no vamos a visitar, o… seguro que todos conocemos las bienaventuranzas, sólo hay que ponerse manos a la obra. Aunque no por el mero cumplimiento, sino con ganas, con alegría, porque sentimos que eso es lo que nos hace felices.
Que así sea.
MENSAJE URBI ET ORBI DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Domingo de Pascua, 2012  (1/4)

 Queridos hermanos y hermanas de Roma y del mundo entero
«Surrexit Christus, spes mea» – «Resucitó Cristo, mi esperanza» (Secuencia pascual).
Llegue a todos vosotros la voz exultante de la Iglesia, con las palabras que el antiguo himno pone en labios de María Magdalena, la primera en encontrar en la mañana de Pascua a Jesús resucitado. Ella corrió hacia los otros discípulos y, con el corazón sobrecogido, les anunció: «He visto al Señor» (Jn 20,18). También nosotros, que hemos atravesado el desierto de la Cuaresma y los días dolorosos de la Pasión, hoy abrimos las puertas al grito de victoria: «¡Ha resucitado! ¡Ha resucitado verdaderamente!».
Todo cristiano revive la experiencia de María Magdalena. Es un encuentro que cambia la vida: el encuentro con un hombre único, que nos hace sentir toda la bondad y la verdad de Dios, que nos libra del mal, no de un modo superficial, momentáneo, sino que nos libra de él radicalmente, nos cura completamente y nos devuelve nuestra dignidad. He aquí porqué la Magdalena llama a Jesús «mi esperanza»: porque ha sido Él quien la ha hecho renacer, le ha dado un futuro nuevo, una existencia buena, libre del mal. «Cristo, mi esperanza», significa que cada deseo mío de bien encuentra en Él una posibilidad real: con Él puedo esperar que mi vida sea buena y sea plena, eterna, porque es Dios mismo que se ha hecho cercano hasta entrar en nuestra humanidad.