domingo, 30 de enero de 2011

Domingo IV Ordinario A (30/01/11)

El núcleo del mensaje. Las bienaventuranzas, vida logradas para todos.

La Palabra
Sof 2,3; 3,12-13 // Sal 145 // 1Cor 1, 26-31

Al ver a la multitud, subió al monte. Se sentó y se le acercaron los discípulos. Tomó la palabra y los instruyó en estos términos: 
Dichosos los pobres de corazón, porque el reinado de Dios les pertenece.
Dichosos los afligidos, porque serán consolados.
Dichosos los desposeídos, porque heredarán la tierra.
Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. 
Dichosos los misericordiosos, porque serán tratados con misericordia. 
Dichosos los limpios de corazón, porque verán a Dios. 
Dichosos los que trabajan por la paz, porque se llamarán hijos de Dios. 
Dichosos los perseguidos por causa del bien, porque el reinado de Dios les pertenece. 
Dichosos vosotros cuando os injurien, os persigan y os calumnien de todo por mi causa. Estad alegres y contentos pues vuestra paga en el cielo es abundante.
(Mt 5, 1-12a)

La Reflexión
Hoy Jesús nos hace la propuesta del mundo al revés. Por increíble que parezca, lo que en este mundo se valora, se cotiza, es lo mejor, pues resulta que no. 
Jesús es la esperanza de los que no la tienen, de los que no son valorados, de los que nada tienen. Es más, estos son los primeros, los mejores, de ellos es el reino, y no de los que más tienen.
En este mundo en el que quien no tiene nada, no es nada, resulta que si es algo, que es importante, que cuenta, al menos, Jesús, sabe de su existencia, los conoce por su nombre, los valora y además les promete su reino. Pase lo que pase, Él está presente en sus vidas, a su lado, caminando junto a ellos, o llevándoles, pero con ellos.
¿Seremos nosotros capaces de ver a Jesús también con nosotros? ¿o es que nos hemos llenado de tantas cosas que le hemos apartado de nuestro lado?

¿Qué Celebramos?
La pasada semana hablábamos del Cirio Pascual, que se enciende en la Vigilia Pascual, y es introducido en el templo. Pues bien, acto seguido se entona el Pregón Pascual, en el que se hace referencia al cirio.

domingo, 23 de enero de 2011

Domingo III Ordinario A (23/01/11)

“Esta cerca el Reino de los cielos”
La Palabra
Is 9,1-4 // Sal 26 // 1Cor 1,10-13.17
Al enterarse de que Juan había sido arrestado, Jesús se retiró a Galilea, salió de Nazaret y se estableció en Cafarnaún, junto al lago, en territorio de Zabulón y Neftalí. Así se cumplió lo anunciado por el profeta Isaías: Territorio de Zabulón y territorio de Neftalí, camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los paganos. El pueblo que vivía en tinieblas vio una luz intensa, a los que vivían en sombras de muerte les amaneció la luz. Desde entonces comenzó Jesús a proclamar: ---¡Arrepentíos que está cerca el reinado de Dios! Mientras caminaba junto al lago de Galilea, vio a dos hermanos --Simón, llamado Pedro, y Andrés, su hermano-- que estaban echando una red al lago, pues eran pescadores. Les dijo: ---Veníos conmigo y os haré pescadores de hombres. De inmediato dejando las redes le siguieron. Un trecho más adelante vio a otros dos hermanos --Santiago de Zebedeo y Juan, su hermano-- en la barca con su padre Zebedeo, arreglando las redes. Los llamó, y ellos inmediatamente, dejando la barca y a su padre, le siguieron. Jesús recorría toda Galilea enseñando en las sinagogas, proclamando la Buena Noticia del reino y sanando entre el pueblo toda clase de enfermedades y dolencias.
(Mt 4, 12-23)
La Reflexión
Jesús nos llama, una vez más leemos un pasaje en el que Jesús hace un llamamiento a los que le van a acompañar a lo largo de su vida pública.
Les hace un llamamiento, pero es una llamada a la aventura, a la confianza. No les está ofreciendo reinados, ni riquezas, ni grandes títulos nobiliarios. Pero les llama y ellos, sin pensárselo dos veces, le siguen.
Bueno, supongo que esto no sería así del todo, porque siempre surgen las dudas, las preguntas, los porqués. Pero con eso y con todo, lo siguieron.
Y Jesús, apostó por ellos, le hizo sus testigos privilegiados. Fue sembrando en ellos la semilla de su reino en este mundo. Y ellos, mejor o peor siguieron con ello y sus frutos somos nosotros, que dos mil años después seguimos recordando y siguiendo sus enseñanzas y actualizando las experiencias vividas por ellos.
Y, a nosotros, ¿Jesús nos llama?
¿Qué Celebramos?
En la procesión en la que se lleva el Evangeliario, este es precedido por unos cirios, que representan la luz. Luz que significa claridad, en medio de la oscuridad, que es nuestra falta de entendimiento y comprensión ante lo que se lee y actualiza.
La luz de las velas que nos recuerda el Cirio Pascual que encendimos en la Vigilia Pascual, en el que entrábamos en el Templo proclamando aquello de “Luz de Cristo”…
Luego, si es luz, y está representada en el cirio, lógico es que acompañe a la palabra, para que a nuestros ojos sea mas clara y comprensible.

domingo, 16 de enero de 2011

Domingo II Ordinario A (16/01/11)


“Juan Bautista, el testigo”.
La Palabra
Is 49,3.5-6 // Sal 39 // 1Cor 1,1-3

Al día siguiente Juan vio acercarse a Jesús y dijo: ---Ahí está el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. De él yo dije: Detrás de mí viene un varón que es más importante que yo, porque existía antes que yo. Aunque yo no lo conocía, vine a bautizar con agua para que se manifestase a Israel. Juan dio este testimonio: ---Contemplé al Espíritu, que bajaba del cielo como una paloma y se posaba sobre él. Yo no lo conocía; pero el que me envió a bautizar me había dicho: Aquél sobre el que veas bajar y posarse el Espíritu es el que ha de bautizar con Espíritu Santo. Yo lo he visto y atestiguo que él es el Hijo de Dios.
(Jn 1, 29-34)

La Reflexión
Hemos terminado el tiempo de Navidad y volvemos a la rutina, nos instalamos en el tiempo Ordinario, en el que a lo largo de las semanas iremos viendo en un proceso la vida de Jesús. 
Hoy, como la semana pasada se nos presenta el Bautismo de Jesús.
Jesús, al igual que todos nosotros también se bautizó.
Pero, ¿qué es lo que llama la atención en este Evangelio de hoy? Yo creo que es el testimonio de Juan el Bautista.
Juan era una persona importante, ya que era un profeta, el último, el que anunciaba que el Mesías estaba cerca, ¡y tanto!.
Pero pese a eso sabe que no es nada, que él es importante no por lo que es, sino por lo que anuncia, por Jesús.
Juan fue valiente y salió a dar testimonio del que venía, a anunciar una buena noticia, a anticiparnos que otro mundo era posible, que había que convertirse, que cambiar, que…
Y cuando se presentó ante él Jesús, fue capaz de dejarle a él todo el protagonismo, de hacerse humilde, de…
¿Y nosotros, somos testigos de Jesús?

¿Qué Celebramos?
Antes de iniciar la lectura del Evangelio suele hacerse una procesión , un camino hacia la fuente de vida, en el que se porta el evangeliario, que no es un libro cualquiera, ya que en él se encuentra la Palabra de Vida eterna, porque es la Palabra de Dios.
Pero no es solo esto, también cambia la persona que lo va a leer, ya no es un lector, sino que el encargado de leerlo será el sacerdote o el diácono, al menos en las parroquias donde la celebración está presidida por estos.
Antes de proclamar el Evangelio, el diácono pide la bendición del Sacerdote, que pronuncia las siguientes palabras “El Señor esté en tu corazón y en tus labios para que anuncies dignamente su Evangelio”.


domingo, 9 de enero de 2011

Bautismo del Señor

La Palabra

Is 42,1-4.6-7// Sal 28 // Hch 10,34-38
Entonces fue Jesús desde Galilea al Jordán y se presentó a Juan para que lo bautizara. Juan se resistía diciendo: ---Soy yo quien necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí? Jesús le respondió: ---Ahora haz lo que te digo pues de este modo conviene que realicemos la justicia plena. Ante esto Juan aceptó. Después de ser bautizado, Jesús salió del agua y en ese momento se abrió el cielo y vio al Espíritu de Dios que bajaba como una paloma y se posaba sobre él. Se escuchó una voz del cielo que decía: ---Éste es mi Hijo querido, mi predilecto. 
(Mt. 3, 13-17)
El gran silencio
Autor: Martín Descalzo

Hace aún pocas semanas tuvo la suerte de concelebrar, junto con un grupo de compañeros sacerdotes, en la pequeña capilla en la que, a las siete en punto de la mañana, dice cada día su misa Juan Pablo II. Y a la salida, uno de mis amigos, impresionado, me decía: « ¡Qué fe la de este papa! ¡Se podría cortar con un cuchillo! »

Lo que a mi amigo le habla impresionado -porque la fe es invisible-- era el espeso silencio que rodea la oración de este papa, al que tan tontas caricaturas dibujan como amigo del espectáculo. Allí, en la intimidad, aparecía el verdadero: aquellos ojos semicerrados en la oración, aquel rostro concentrado dentro de si mismo, una sensación de alguien que está descendiendo al vértigo dentro de su propia alma. SI, el silencio de sus gestos, el mismo silencio que rodeaba sus palabras, se podía cortar con un cuchillo. Sobre todo cuando, después de leer el Evangelio, nos obsequió con la «homilía» de cinco minutos -que se hicieron in- acabables y cortísimos- de silencio absoluto, como el de quien trata de que las palabras leídas casen bien hondas en su alma, en una especie de sagrada soledad, como la de la tierra después de llover o nevar.

Y entonces, en aquellos interminables minutos, me pregunté yo por qué las cosas de Dios están siempre tan unidas al silencio. Y brotó dentro de mí un recuerdo: aquellos años de seminario en los que, el día de Navidad, el viejo martirologio explicaba que el Verbo, la Palabra, se encarnó «dum magnum silentium tenerent omnia».

Me imaginaba yo entonces que, en el momento exacto en el que nació Cristo, todas las cosas, el mundo entero, contuvo el aliento y se hizo en todo el universo ese «gran silencio» que ya nunca se ha repetido jamás. Y es que me es imposible entender la historia de Belén como una página más, como una anécdota ocurrida en un rincón cualquiera de los tiempos. Fue, tuvo que ser, un giro cósmico, una especie de segunda creación, una hora en la que la naturaleza entera se sintió implicada. ¿O es que podría Dios hacerse hombre sin que se detuvieran de asombro las estrellas, se callaran absortos los animales, vivieran un misterioso temblor las flores y las cosas todas?

En Belén se cree o no se cree. Pero ¿cómo creer sin temblores? ¿Cómo no sentir que el alma se deshuesa, que todo gira, si «aquello» fue verdad? ¿O es que podría decirse «Dios se ha hecho hombre, ha tomado la misma carne que nosotros» y, a continuación, encender un cigarrillo y seguir viviendo como si nada hubiera ocurrido?

Se hizo un gran silencio, un dramático, espeso y milagroso silencio, tras el cual la condición humana había dejado de ser lo que era, y hasta el mismo concepto que el hombre podía tener de Dios era diverso. Se desmenuzaría el corazón si verdaderamente lo creyéramos.

Tal vez por eso -para no tener que tomarlo «demasiado» en serio- el hombre moderno ha llenado su vida de ruidos. Creo que no hemos descubierto el oscuro sentido que tiene ese afán del hombre moderno de aturdirse a sí mismo. Alguien ha hablado del carácter demoníaco que tiene el estruendo de nuestra sociedad: chirrían los autobuses por las calles, la gente habla a gritos, aúllan los televisores, se alimentan de estrépito las radios, nada se teme tanto como la soledad silenciosa.

Y sólo en ella nace Dios y se le encuentra. En realidad, todas las cosas verdaderamente importantes ocurren en silencio: se crece en silencio, se sueña en silencio, se ama en silencio, se piensa en silencio, se vive en silencio, hasta la misma muerte se acerca a los hombres con pies de terciopelo. Pero ¡explicadles a los jóvenes que en el silencio está la verdad! Pronto preferirán esas discotecas, en las que nunca podrán escuchar su propia alma, o la sierra feroz de esa moto que rasga la soledad de la noche como una blasfemia.

Luego, claro, se habla mucho de «el silencio de Dios», que dicen que es el signo de nuestra civilización increyente: Dios -dicen- no habla, se ha quedado mudo, nos ha dejado solos en este planeta o se ha vuelto sordo a nuestras plegarias.

Y nadie percibe que en el silencio está Dios, que hace dos mil años se nos volvió Palabra silenciosa. Pisó el mundo sin ruido, no entró en la humanidad precedido de heraldos trompeteros, sino calladamente, en un portal perdido en un poblacho, entre dos bestias silenciosas y dos padres que le miraban atónitos y callados. Es terrible, si: «Vino Dios al mundo y ni los periodistas se enteraron.» La buena noticia estaba construida de silencio. Sus únicos titulares fueron los vagidos de un bebé. ¿Cómo podía enterarse un mundo habituado a los sabores fuertes y picantes, a las noticias precedidas de redobles de tambor?
Lo malo es que al no haber sabido «escuchar» aquel silencio nos perdimos las muchas maravillas que traía consigo. «El árbol del silencio -dice un aforismo árabe- da el fruto de la paz.» Y «el silencio -añadiría Shakespeare-- es el mejor heraldo de la alegría». ¿A quién puede extrañar entonces que el hombre actual viva en guerra consigo mismo y haya puesto su tienda en el país de la tristeza? Lo más dramático del mundo moderno no es que le falten los mejores dones concedidos a la humanidad, sino que está sentado a la misma puerta de esos regalos que nunca poseerá mientras no limpie sus ojos y sus oídos.

Quienes han visitado Belén lo saben: la única entrada de acceso a la basílica de la Natividad es una portezuela de poco más de un metro y medio de altura, por la que sólo se puede penetrar * siendo niño o agachándose. Y el hombre aún no ha aprendido * crecer agachándose. No sabe que a Dios sólo se llega por la puerta del asombro. No por la de la grandeza, sino por la de la pequeñez. No por la de las enormes y sabias teorías, sino por la del silencio. En Belén ---dice San Pablo- «se apareció la benignidad de nuestro Dios y su amor al hombre». Y, ya lo he dicho, la benignidad y el amor son realidades silenciosas.

Me pregunto cuántos ateos de hoy rechazarán a Dios porque lo creen más ruidoso y tremendo de lo que es. Se han fabricado un ídolo gigante y les aterra. Se niegan a venerarle, no sabrían cómo amarle. Porque, sólo se ama aquello que se puede estrechar entre los brazos. Y olvidan que él se hizo bebé para eso, para ser «digerible», para estar más cercano.

No han descubierto aún lo que tan bien entendió el profeta Elías y que se cuenta en el libro primero de los Reyes. Una tarde el profeta oyó una voz que le anunciaba: «El Señor va a pasar.» Y el profeta salid para esperarle. «Y vino un huracán tan violento, que descuajaba los montes y hacía trizas las peñas.» Pero el Señor no estaba en el viento. Después del viento vino un terremoto. Pero el Señor no estaba en el terremoto. Después del terremoto vino un fuego. Pero el Señor no estaba en el fuego. Después del fuego se oyó el susurro de una brisa suave. Y, al oírlo, Elías se tapó el rostro con el manto.» Porque había entendido que en el susurro de la brisa estaba Dios.
 
Belén fue el susurro silencioso de la brisa de Dios. Entró en la tierra de puntillas, como pidiendo disculpas por visitarnos, se sentó a nuestro lado, dijo unas pocas palabras verdaderas y nada ruidosas, murió y entró en el gran silencio que dura desde hace veinte siglos. Y el silencio era amor. Era ese silencio que sucede al amor para hacerlo más verdadero, cuando ya ni los besos ni las palabras son necesarias. Ese amor de los que ya ni necesitan decirse que se aman. As!, pienso, será el gran abrazo cuando le reencontremos. Se hará -como en Belén- un «gran silencio» y el mundo entero -al fin- cambiará el ruido por el asombro y la alegría.